Hatuey
Hatuey fue un cacique taíno, nacido en Quisqueya (Santo Domingo). Expulsado de su tierra por los infames castellanos, se refugió en Cuba. Fue un genio militar, al que se ha comparado con Acamapichtli, Pachacuti y Caupolicán. Los soldados de Hatuey, empero, no eran crueles aztecas, feroces incas ni belicosos araucanos, sino pacíficos taínos de Cuba. Fracasó el quisqueyano en su empeño de convertirles en guerreros. A los castellanos les aterrorizaban las saetas envenenadas de los caribes; los taínos nunca supieron fabricarlas, se herían con la punta, se les paralizaban los dedos cuando tocaban el curare, morían los niños que jugaban con las flechas.
Incapaz de enfrentarse a las armas de los castellanos (espadas de hierro, arcabuces, ballestas, caballos y perros adiestrados para tarascar a los indios), Hatuey pensó que quizá no querrían los extranjeros conquistar Cuba si no hallaran en la isla oro ni mujeres, que era lo que más apreciaban. Ordenó, pues, esconder a las mujeres en las montañas; sólo las viejas y las enfermas, las que portaban la enfermedad impúdica, fueron autorizadas a quedarse en los poblados y aldeas. Años después, los cronistas castellanos escribirían que el trabajo al que eran obligadas por sus maridos envejecía a las mujeres taínas, que no había mujeres jóvenes en Cuba, que allí las mujeres nacían viejas.
En época de Felipe II, los castellanos encontraron en las montañas orientales poblados llenos de mujeres, sin hombres ni niños; no eran tan terribles como las amazonas que vio o acaso soñó Orellana. Las llevaron a la costa para que trabajaran en las haciendas, pero aquellas viejas murieron pronto: así desapareció la raza taína.
Más éxito tuvo Hatuey escondiendo el oro. Dijo que lo arrojaría al mar y que allí tendrían que buscarlo los castellanos. Poblado por poblado, bohío por bohío, recogió todo el que los taínos habían encontrado durante siglos a orillas de ríos y arroyos.
Algún renegado comunicó a los extranjeros los planes de Hatuey. El cacique taíno cayó en una celada y los castellanos comenzaron a torturarle: primero le prometieron que le perdonarían la vida si les decía dónde estaba el oro; más tarde, que dejarían de atormentarle, que le matarían sin causarle más dolor. Hatuey no habló.
Cuando le pusieron en la hoguera, aún le dieron la última oportunidad de descubrir el escondite del oro. Hatuey reía, insultaba a los castellanos y cantaba. Murió entonando una oración fúnebre que le había enseñado su padre, allí en la lejana Quisqueya.
En los años siguientes, los castellanos trataron de descubrir el tesoro de Hatuey, hasta que Diego Velázquez, cansado, prohibió que se hablara de ese oro: se azotaba a aquellos borrachos que en las tabernas hablaban del tesoro taíno. Eso no impidió que más y más castellanos llegaran a Cuba atraídos por la promesa del oro; muchos de ellos se unieron a Cortés.
Algunos, aún hoy, siguen buscando el oro de Hatuey.