La barba de los chetniks

Alejandro Magno, barbilampiño

Empezar con los australopitecos me parece un poco excesivo. Los cromañones llevaban barba porque no tenían forma de afeitársela. Los egipcios sólo la llevaban cuando estaban de luto. Los sumerios iban rasurados, pero acadios, babilonios, asirios y persas llevaban barba. Alejandro no la usaba, aunque podemos imaginar que le creció un poco mientras cruzaba el desierto de Gedrosia. 

Adriano impone una nueva moda

Los patricios romanos no llevaban barba para demostrar que podían permitirse un tonsor. Adriano, amante de la cultura griega, llevaba barba no para imitar a los filósofos atenienses sino para disimular una infausta cicatriz. Durante los siguientes siglos, los emperadores romanos mantuvieron la barba. Los reyes bárbaros hicieron lo propio. Carlomagno fue especialmente recordado por su barba florida. 

La barba de Enrique bien valía un ducado

En el siglo XII, la decisión de Luis VII de afeitarse la barba provocó una guerra que se prolongó hasta el siglo XV: su mujer, Leonor de Aquitania, no podía soportar estar casada con un hombre de rostro rasurado. Pidió el divorcio y se casó con Enrique Plantagenêt, rey de Inglaterra, que recibió como dote el ducado de Aquitania. Aquí en España, los reyes Austrias llevaban barba, excepto ese endriago, Carlos II; los Borbones pusieron de moda el rostro rasurado. 

El patriarca de Moscú

Ah, había dicho que no retrocedería al australopiteco y  casi lo he hecho. Voy a centrarme. En el siglo XIX, la barba era sinónimo de bohemia, de revolución. Sin embargo, en los países ortodoxos, en Dar al-Islam, la barba era signo de respeto a Dios. Los musulmanes llevan barba porque la llevaba el Mahoma, pero también porque, según la tradición, Dios castiga a los hombres cogiéndoles de la barba. 

Chetniks y sus amigos alemanes

Llegamos a donde quería. En 1944, los alemanes habían sido derrotados en Yugoslavia por los partisanos de Tito, ateos, que iban rasurados. Los četnici seguidores de Mihajlović solían llevar pobladas barbas que se apresuraron a afeitar, quedándose con un rostro que recordaba al de los campesinos normandos de Flaubert. Durante cuarenta y cinco años permanecieron rasurados.