A veces sospecho que se editan libros que no van a ser leídos, libros cuyo única función es decorar la estantería de un salón o de un despacho, libros monstruosos o minúsculos, libros con una letra ilegible. A veces sucede con los libros anotados. Vaya por delante que soy un gran amante de las notas. De las notas a pie de página. Me parecen un fraude las notas que se colocan al final de los capítulos o al final del libro, acudes a su llamada y te encuentras con palabras y números incomprensibles: por ejemplo, Prigogine 1977 y Nicolis 1989. Y si todas las notas fueran así, no pasaría nada: basta con saltárselas. El problema surge cuando estas notas a final del libro no sólo facilitan información bibliográfica. Así, en su Historia: Análisis del pasado y proyecto social, Josep Fontana dedicaba cada nota a explicar un párrafo; fue allí donde, con unas pocas palabras, se ventiló a Jenofonte (1).
El único libro con notas al final que he soportado ha sido Archipiélago Gulag. De hecho, en ocasiones estaban llenas de atractivos excursos y anécdotas que las hacían hasta más atractivas que el texto principal: no paraba de preguntarme por qué el autor abusaba de esa manera de las notas. Desde luego, las releí de nuevo.
(1) "Las narraciones de este aventurero nacido en el seno de la oligarquía ateniense no puede interesar a la historiografía moderna" (Fontana, 1982, página 357).
(1) "Las narraciones de este aventurero nacido en el seno de la oligarquía ateniense no puede interesar a la historiografía moderna" (Fontana, 1982, página 357).