La vacuna circasiana


Cuenta Voltaire con su habitual jocosidad cómo los circasianos descubrieron la vacuna de la viruela. Otros países exportaban armas, conchas de cauri, algodón, café, oro, seda. Circasia exportaba bellas mujeres. Desgraciadamente, muchas niñas quedaban desfiguradas cuando sufrían la enfermedad. Las que lograban sobrevivir. Y ya no servían para nada, pues sólo les habían enseñado danzas “lánguidas y lascivas”, no a deslomarse en las duras tareas agrícolas. Había años en que el déficit de circasianas era brutal. Los serrallos quedaban vacíos y el sultán sufría una depresión. 

Los circasianos, con ánimo de proteger su inversión, comenzaron a inocular a las recién nacidas la póstula extraída de algún niño enfermo. Las niñas desarrollaban una variedad benigna de la enfermedad y quedaban inmunizadas. Y, sobre todo, evitaban que su rostro quedara cubierto de ronchas. Los sultanes no querían que sus mujeres tuvieran cicatrices de viruela en el rostro. 

Esta vacunación avant la lettre también se realizaba en la propia Estambul. Allí la observó Lady Montagu, que llevó la idea a Gran Bretaña.