Carlos III de España y VI de Alemania



Un frío día de invierno de 1714, el emperador esperaba al ministro del Escudo Imperial, que había pedido audiencia. Carlos de Austria se preguntaba qué querría aquel imbécil. Llevaba en el cargo desde tiempos de su hermano. Quizá era el momento de mandarle de vuelta al Tirol.

Carlos seguía triste. Había perdido la larga guerra. Los ingleses, que durante un tiempo habían apoyado su justa causa, le habían dado la espalda: aquellos felones no tenían amigos, sólo intereses. Los leales catalanes todavía resistían, pero era poco probable que pudieran hacerlo durante mucho más tiempo. 

Al fondo, se escuchó abrirse una puerta y el emperador vio aparecer al corpulento cortesano en el salón del trono. Llevaba un gran cartapacio.

–Señor. He preparado los borradores para el nuevo escudo imperial.

–¿Un nuevo escudo? No, no queremos ningún cambio en nuestro escudo de armas.

El cortesano no pudo disimular su sorpresa.

–Pero, señor… Notad que estas armas representan el Reino de Castilla.

–Hemos dicho que no cambiaremos nada. Retírate.

Carlos estaba realmente molesto por aquella visita tan inoportuna. ¡Qué ministro más insolente! Se tocó la medalla que colgaba de su cuello. ¿Querían aquellos estúpidos que también renunciara al Toisón de Oro? No, nada de eso. Le serviría de recuerdo de que lo que le había hecho el maldito francés.

Carlos VI llevando el Toisón de Oro

Escudo de armas de María Teresa

Escudo de armas de José II