Aire acondicionado


“Entonces hacía más calor; un perro negro sufría en un día de verano; unas mulas que estaban en los huesos, enganchadas a los carros de Hoover, espantaban moscas a la sofocante sombra de las encinas de la plaza. A las nueve de la mañana, los cuellos duros de los hombres perdían su tersura. Las damas se bañaban antes del mediodía, después de la siesta de las tres... y al atardecer estaban ya como pastelillos blandos con incrustaciones de sudor y talco fino.” Harper Lee trataba de describir los efectos del agobiante calor en Maycomb, Alabama.

Afortunadamente, Willis Carrier ya había inventado el aire acondicionado; una vez superada la crisis, se extendería por el Sur. Aquella tierra cambió. ¿A mejor? Según el norteño Michael Moore, no. Lo peor que pudo suceder en Estados Unidos fue que se inventara el aire acondicionado, pues el Sur comenzó a gobernar el país e imponer su peculiar idiosincrasia de rifle y Biblia, y hubo que conseguir más y más energía: cada vez que alguien enciende un aparato de aire acondicionado en Memphis o Miami está apretando el disparador de un F-22 Raptor o avalando a un autócrata árabe.



Desde luego, el calor que hay en el Sur de los Estados Unidos no puede compararse con la calor andaluza: te pones bajo el sol y parece que te está atacando una máquina de ondas extraterrestre, te dan ganas de quitarte la ropa, de arrojarte a una alberca, de cometer una locura meursaultiana. Y eso explica por qué aquí en los últimos tiempos se ha ido extendiendo el dichoso aire acondicionado. Hace poco más de treinta años (¡¡treinta años!!) comenzaron a generalizarse el agua corriente y la electricidad: algunos piensan que eso existe desde la época del hombre de Orce, pero no, sólo hace cuarenta años que Andalucía entró en la modernidad. Y queremos más y más, nos hemos vuelto unos comodones.

Hace poco, la principal promesa de un candidato a la alcaldía de Sevilla fue que todas las viviendas de nueva construcción contarían con… aire acondicionado. Las paredes se han llenado de ruidosos mazacotes; las últimas viviendas, las que se construyeron durante la demente burbuja inmobiliaria, cuentan todas con preinstalación de aire acondicionado. Los aparatos se sitúan ahora en los tejados, más discretos pero no menos ruidosos: se escucha un zumbido continuo, ominoso.



Cada verano, Red Eléctrica informa de que a mediados de julio, a finales de julio, en agosto, se ha batido la marca de consumo eléctrico. Los accionistas de las compañías eléctricas se muestran exultantes y los reyezuelos árabes, que viven en monstruosos palacios enfriados por gigantescos aparatos de aire acondicionado, piensan que su prosperidad no tendrá fin.



Hace años no existía el aire acondicionado, ni siquiera los modestos ventiladores: se comía potaje caliente todos los días, el gazpacho se tomaba a temperatura ambiente, se trabajaba en agosto en el campo (¡¡se trabajaba... y en agosto!!), sólo se escuchaba el incansable canto de las cigarras. Y no pasaba nada, nadie se quejaba. Con la precisión de una coreografía, se abrían las ventanas de las casas para permitir que circularan las corrientes de aire. La gente no se empeñaba en salir a la calle a partir de las doce ni antes de las siete; las tertulias en las puertas de las casas se alargaban hasta las una o las dos de la mañana, tertulias que no había que justificar tragando alcohol. El verano era soportable. Ahora, en cambio, hay gente que deja encendido el aire acondicionado en su casa vacía para que se enfríe. ¡¡Se arrojan toneladas de CO2 a la atmósfera para enfriar una casa vacía!!

-Cuando llegamos del trabajo, hace mucho calor –se justifican.

¡Dios mío! ¿Hasta dónde hemos llegado? Se indignan cuando ven en la tele como un avión estadounidense convierte en picadillo un mercado iraquí, polvo, escombros y restos humanos, pero no consideran que su forma de vida está justificando esas atrocidades.

La gente se extraña de que haya calor en verano. Levantan el puño al sol, protestan, le echan la culpa a no se sabe quién de no se sabe qué cambio climático. Han aceptado como normal esa irreal temperatura que hay en los centros comerciales: el paraíso debe parecerse a El Corte Inglés, con sus dependientas y todo. Algunos querrían que toda la ciudad se cubriera con una gran cúpula: si supieran que ya han planeado hacerlo los desmesurados estadounidenses... en una ciudad del Sur.

"El hombre nació al calor del sol, sus huellas más antiguas se han encontrado en países cálidos. ¿Qué clima reinaba en el paraíso bíblico? Reinaba el calor eterno, tanto que Adán y Eva podían ir desnudos y no sentir frío ni siquiera a la sombra de un árbol." Es lo que escribió Kapuściński, que quedó sobrecogido cuando llegó por vez primera a África. "Cuando hace un calor tan insoportable no se puede andar durante mucho rato: no hay con qué respirar, las piernas flaquean y la camisa se empapa en sudor." ¿Nos resulta familiar esta situación? Aunque, después de todo, nosotros sólo tenemos que soportarla unos meses, unas semanas.