47 ronin



El soldado permanecía arrodillado; su amo se quedó durante unos instantes contemplando el papel pintado de la pared, pensativo.

–¿Y bien? –preguntó por fin el shogun.

–Señor. Está hecho –respondió el soldado–. El maestro ceremonias, Kira Kotsukenosuke, ha muerto. Su vileza y cobardía le impidió cometer seppuku, aunque insistimos mucho en ello. Uno de los samuráis le cortó el cuello.

En el rostro del shogun no se apreció ningún gesto de alegría, aunque en su interior ardía un gozo inefable. Le hubiera gustado estar allí, en la casa de Kotsukenosuke. Contemplo el rostro sudoroso del soldado. Se dio cuenta de que tenía una venda en la mano. El maestro de ceremonias había contratado a expertos espadachines, a  hábiles lanceros y arqueros. A pesar de todo, el plan había salido como esperaba. 

–¿Se sospecha algo?

–No, nada –respondió el soldado–. Todo ha salido bien.

El anciano que hasta ese momento había permanecido en silencio habló por fin:

–Se ha buscado por las calles de Yedo, por todo Yamato a los samuráis dispersos de la Torre de Ako. Sólo hemos encontrado a cuarenta y siete.

–¿Cuarenta y siete? ¿Saben lo que ha sucedido? –preguntó el shogun.

–Sí. Lo saben –dijo el anciano–. Han sido tan cobardes como para no vengar a su señor, pero creo que todos morirán ahora por él. A Oishi hubo que sacarlo del barrio bajo.

–¿Oishi? –preguntó el shogun.

–El capitán de la Torre de Oki –apuntó el anciano.

–Esperó que todo acabe bien, consejero –dijo el shogun–. Buen trabajo.

El anciano no respondió. Por su parte, el soldado volvió a bajar la cabeza casi hasta el suelo. Sin levantarse, se echó hacia atrás. Un criado abrió la puerta de corredera y el soldado salió, dejando al shogun con el anciano.

De nuevo se quedó mirando la pintura de las paredes. Representaba un grupo de grullas. Unas volaban, otras estaban posadas en el suelo. Durante un instante pensó en el señor de la Torre de Ako, muerto casi dos años atrás por inferir una herida en el rostro al maestro de ceremonias Kira Kotsukenosuke. Se había dejado llevar por la ira, pues el maestro de ceremonias, él lo sabía bien, era un hombre de carácter difícil. Y un cobarde.

Luego pensó en los cuarenta y siete samuráis. Aquellos cobardes, casi tan viles como el maestro de ceremonias, pasarían a la historia como héroes, se convertirían en ejemplo para todos los samuráis de Yamato: su hazaña nunca sería olvidada.

El shogun, amohinado, le lanzó un gesto a su viejo consejero, que le hizo una reverencia y le dejó solo.