Danegeld


Sven y Olaf se mesaron la barba cuando escucharon la propuesta. Etelredo el Mal Aconsejado, el rey sajón, estaba dispuesto a pagarles para que dejaran sus saqueos. Era hermosa la guerra, los asesinatos, las torturas, las violaciones. Algunas veces, empero, los sajones resistían, y los hombres del norte sufrían para arrancarles sus riquezas.

–Está bien –dijo Sven.

–Está bien –dijo Olaf.

El rey Etelredo resopló aliviado. Estaba harto de aquellos paganos. Al menos se los quitaría de en medio.

–¿Cuál es vuestro precio? –preguntó.

–Dieciséis mil libras de plata –dijo Sven.

Etelredo se sintió desfallecer: aquello era un robo. Después se imaginó las ciudades y los monasterios incendiados, los muertos en los campos, las cosechas que no se recogían, los súbditos enfadados e intrigantes.

–Está bien –dijo Etelredo.

Su tesoro real estaba exhausto, por lo que había que encontrar algún modo de recaudar el dinero.

–Lo pagarán los campesinos –le dijeron sus consejeros.

Sí. ¿Por qué no? Después de todo, Etelredo estaba seguro detrás de los muros de su castillo. Eran los campesinos a los que atosigaban los hombres del norte.

Fue así como surgió el danegeld, el oro de los daneses. Cinco años después regresaron los hombres del norte y ahora exigían, por causa de la inflación, la inflación de miedo, veinticuatro mil libras. Más tarde, un danés robó a Etelredo el trono inglés. Y se siguió recaudando el danegeld, el oro de los daneses, aunque los reyes de Inglaterra, como cualquier buen soberano de esa época, no por ello dejaron de saquear, de torturar, de asesinar y de violar a sus súbditos.