Edward Hopper



El escritor que había descubierto a Edward Hopper estaba indignado. No le habían invitado a la exposición que se estaba celebrando en uno de los principales museos de la capital. La muestra, según había leído en el periódico, estaba recibiendo miles, cientos de miles de visitantes. ¡Demonios! Hasta que él había hablado de la triste cotidianidad de aquellos lienzos, nadie había reparado en Hopper. El cuadro más admirado era uno que él había utilizado muchos años antes para la portada del libro del que se sentía más orgulloso. Ahora temía haberse equivocado en su juicio. Quizá Hopper no era un pintor con tantas cualidades. 

Por alguna razón, todo aquello le recordaba lo que había leído en el libro de un novelista que él consideraba execrable; nunca hubiera recomendado a un novelista tan tosco. En el libro, dos tipos estaban discutiendo si aceptar las apuestas de otros compañeros de trabajo. 

—Esos tíos siempre escogen el caballo equivocado. De algún modo se las arreglan siempre para escoger el caballo equivocado. 

—Supón que apuestan a nuestro caballo. 

—Entonces sabremos que nos hemos equivocado de caballo. 

Eso es lo que pensaba el escritor. Si a toda la gente le gustaba Hopper, es que Hopper no era el caballo adecuado, no era un pintor tan sobresaliente. Se había equivocado. Al final había sido bueno que su nombre no se asociara con el de Hopper, ese ilustrador. Debería buscar a un verdadero artista, alguien cuyo talento fuera más difícil de apreciar, cuya obra fuera más oculta, más críptica.

El escritor comenzó a visitar todos los museos de Nueva York. Seguro que acabaría encontrando otro pintor al que reivindicar.