Toros


Describe un etnógrafo la brutalidad de los jóvenes yanomamis con los monos: les sacan los ojos, les cortan o arrancan las extremidades, les golpean, les torturan hasta la muerte. Los antropólogos, por supuesto, han querido explicar esas crueldades: los jóvenes yanomamis se entrenan para la guerra, la principal ocupación de estos indígenas amazónicos, la manera que tienen de conseguir tierras y mujeres, de alcanzar honor y renombre.

Hay varias clases de antitaurinos. Los más radicales se empeñan en afirmar que la fiesta es una especie de tortura metodizada: el objetivo es inferir al toro terribles heridas durante diez minutos y rematarlo de un vil estocazo. Muestran en las sanguinolentas pancartas que portan fotos de animales dolientes, agonizantes, moribundos. Los toreros son como esos jóvenes yanomamis que atormentan y matan inocentes monos selváticos.

Hay quien odia y prohíbe la fiesta de los toros porque es española. No han contemplado, parece, los antiguos frescos cretenses. En Cataluña, empeñada en eliminar todo lo español, ya no hay corridas. Los catalanes han retirado de las tiendas de recuerdos las muñecas vestidas de sevillanas y ahora están componiendo, supongo, una nueva letra para Els Segadors porque la antigua no deja de ser, como indicó Menéndez Pidal, un romance de escuela castellana.

Hay otros antitaurinos, los de la clase de El Sol, ese periódico regeneracionista de los años 20 que no publicaba críticas taurinas; también evitaba la información de loterías y de crímenes escabrosos. Estos antitaurinos simplemente consideran que la fiesta de los toros es un atavismo, un legado de otra época, de un tiempo pasado en que había otro sistema de valores. Los toros alejan a España de Europa y de la modernidad: hay que prohibirlos.

No puedo decir mucho contra estos últimos antitaurinos. Sí, es cierto que la fiesta de los toros es antigua: se mataba a los toros en la plaza de los pueblos y de las ciudades quizá por lo mismo que los caballeros salían a cazar jabalíes, y no llevaban un jabalí a la plaza porque este animal es bastante revoltoso, no se deja torear. Al menos, estos antitaurinos no emplean argumentos espurios, tan habituales cuando se trata la fiesta de los toros.



Los antitaurinos que creen que los toreros son unos torturadores y los espectadores que asisten a las corridas, unos sádicos, se equivocan. Por mucho que a ellos les pueda resultar extraño, toreros y espectadores aman a los toros, los adoran. Las turistas japonesas que salen de la plaza hechas unas magdalenas después de la primera faena no lo entienden, no logran entenderlo, de la misma manera que a nosotros nos cuesta entender toda la parafernalia que rodea un combate de sumo: sólo vemos a dos gigantes con obesidad mórbida, medio desnudos, que se empujan. El objetivo de una corrida es matar bien a un toro, no hincarle la pica fuera del sitio marcado, no clavarle las banderillas en las costillas, no hundir el estoque dieciséis veces ni descabellarle ocho o nueve. Se pita al mal picador, al mal banderillero, al mal estoqueador: ¡sufren peligro real de linchamiento! El toro va a morir y se merece un respeto.

Los toros no son cultura, dicen los antitaurinos. Sí, desde luego, matar a un toro no está al mismo nivel que escribir un poema, pintar un cuadro o rodar una película (aunque hubo toreros, como Ignacio Sánchez Mejías y Mario Cabré, que lo hacían casi todo). Los toros son una manifestación popular, folclórica. Quizá en el mundo mcdonaldizado no habrá toros, de la misma manera que no habrá roscas de jamón, alpargatas de berenjena, brochetas marineras, migas, chachepós, roscos de manteca.