Oro





¡¡¡Oro, oro, oro!!!

El metal amarillo es símbolo de riqueza, de poder. Lo compra todo: la belleza, el amor, la vida, la muerte, la eternidad. Se utiliza para describir las etapas de esplendor: edad de oro, época dorada. ¡Cuántas locuras han cometido los hombres (algunos hombres) por conseguirlo!



Utilizar y tallar piedras alejó a los homínidos del resto de los animales; aprender a fundir metales los convirtió en dioses. Surgió la metalurgia, el arte de explotar la mena, de separar la ganga. Desde que los hombres comenzaron a golpear metales, descubrieron que el oro era el más maravilloso de todos: no servía para nada, pero al mismo tiempo se podía utilizar para todo.



En Los Millares (Edad del Cobre) las necrópolis seguían siendo colectivas, pero algunos presuntuosos ya se enterraban con pendientes y otros adornos de oro. En El Argar (Edad del Bronce) los aristócratas comenzaron a enterrarse con sus riquezas: un príncipe quiso llevar una diadema de oro para toda la eternidad, un poco como Viserys, que soñaba con una corona de oro, y al que los dothrakis ciñeron una.



En Egipto, los faraones colmaron sus sepulcros de oro y maldiciones. Los ladrones de tumbas, iletrados, se adelantaron en siglos a Keynes: opinaron que la riqueza del Estado debía fluir para vigorizar la economía nacional, debía invertirse en bienes de consumo, en el sector inmobiliario. Por eso, cuando Carter descubrió la tumba de Tutankhamon, pensó: “Otra maldita cueva llena de cascotes y pinturas”. Se equivocaba: los ladrones de tumbas habían respetado la del rey adolescente, malgré eux.

El Imperio persa reclamaba crecidos tributos a las satrapías. Babilonia pagaba 1.000 talentos de plata; Egipto, 700; Media, 450. Las provincias más pobres entregaban poco más que ganado: 2.000 mulos, Capadocia; 360 caballos, Cilicia. El metal amarillo era escaso en las tierras conquistadas por los adoradores de Ahura Mazda. Sólo la India podía permitirse pagar un impuesto de 360 talentos de oro en polvo.



A los romanos les enloquecía el oro. Les hubiera gustado utilizar una sola moneda, el áureo, pero tuvieron que conformarse con los denarios de plata y los sestercios y ases de bronce. Augusto conquistó las tierras de los astures porque escuchó rumores de que allí se encontraba en abundancia el preciado metal. La ruina montium devastó el paisaje de El Bierzo: se obtenía un tesoro de tres gramos de oro por cada tonelada de tierra removida. Plinio el Viejo, administrador de las minas, afirmaba que cada año se obtenían 20.000 libras de oro, unos 7.500 kilos. Hasta que se agotaron. Hoy en día, mineros aficionados pasan el verano en los ríos asturianos tratando de encontrar un grano de oro en el fondo de sus cubetas. Algunos lo consiguen.



Durante la Edad Media, se extrajo plata en abundancia de las minas de Schwaz, el Potosí europeo, pero seguía habiendo poco oro, muy poco oro. Los vikingos se empeñaron en sus correrías en conseguir monedas, joyas de oro. No tuvieron mucho éxito. "Los adoradores del Dios Blanco son unos roñosos", exclamó un célebre jefe normando. Abderramán III abrió las rutas saharianas y consiguió traer a lomos de camello unos pocos sacos del dorado metal. Marco Polo hizo soñar a los europeos con el país aurífero, contó que los habitantes de Cipango tenían oro en abundancia y que “las minas donde lo encuentran no se agotan jamás”. ¡Minas que no se agotan jamás! Diciendo esas cosas no es extraño que algunos consideraran que era un majadero.

–Eh, tú, que Marco Polo nunca estuvo en Japón.

–Entonces los majaderos eran los mongoles, que le contaron esa milonga.

–Vamos, vamos. El emperador quería invadir Cipango y necesitaba motivar a sus tropas. ¿Qué querías que les dijera, que iban a luchar con unos guerreros tan chiflados que eran capaces de matar o suicidarse porque alguien había atado mal los cordones de un zapato?

–Creo que el malentendido del zapato ocurrió cuatrocientos después.

–Da igual: en época de Marco Polo ya eran unos chiflados.



En el siglo XV, los portugueses, sin mucho que hacer después de Aljubarrota, ávidos de oro, trataron de llegar a la India, la tierra que pagaba aquellos crecidos tributos de oro al rey persa. Conquistaron Ceuta, comenzaron a recorrer la costa africana, llegaron al cabo Verde. La suerte les llevó a encontrar el metal amarillo en Guinea, la Costa do Ouro. El pequeño país prosperó y organizó un Império Português cuyas últimas reliquias son Madeira, las Azores, las Selvagens.

Los castellanos, siempre tan envidiosos (están empeñados en que las Salvajes son islas españolas), decidieron navegar hacía Occidente buscando las tierras auríferas. El dorado metal lo compraba todo, hasta la salvación (por mucho que Lutero pensara otra cosa). En este sentido, Cristóbal Colón escribía en su diario: “Del oro se hace tesoro, y con él quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega a que echa las ánimas al Paraíso”. Se supone que las ánimas echadas al Paraíso fueron las de los indios, masacrados, pero al menos bautizados. Los castellanos perdían la razón, enloquecían cuando pensaban en el brillante metal. Imaginaron que había una ciudad cuyos edificios eran de oro, El Dorado. "Desnudaban al príncipe y lo rociaban todo con oro en polvo, de manera que iba todo cubierto de ese metal. Metíanlo en una balsa, y a los pies le ponían un gran montón de oro para que ofreciese a su dios." ¿Dónde diablos se encontraba ese lugar?



Una banda de brutos, liderada por Pizarro, llegó al Perú. ¿Era aquella la tierra del oro? Sólo había una manera de saberlo: apresaron al príncipe de los paganos, Atahualpa, y le prometieron liberarle si llenaba una habitación de oro. ¡Una habitación de oro! Cuando cumplió su promesa, los castellanos, tan legalistas, pensaron que no podían dejar libre a un idólatra, a un fratricida, a un polígamo. Además, debía ocultar un tesoro: si había llenado una habitación de oro, podría colmar dos, tres, cuatro… No, no pudo. Desde luego, le mataron.



Pronto comprendieron los españoles que no había demasiado oro en las Indias, no el suficiente para saciar su sed áurica. Estaban preparando una flota para dirigirse a Cipango, la tierra aurífera, cuando un pastor indio, Diego Huallpa, encontró plata en Potosí. Bueno, no era oro, pero la plata también era un metal precioso, diez veces menos precioso que el oro pero precioso al fin y al cabo. Además, los indios la extraían gratis. Los mitayos, por alguna razón, odiaron durante dos siglos a Diego Huallpa: "Maldita la hora en que descubrió la maldita plata", rezongaban en quechua y aimara. Menos mal (menos mal para los peruanos, para algunos peruanos) que ningún pastor descubrió el yacimiento de Yanacocha; hubo que esperar a 1980 para que un geólogo francés diera con una de las minas de oro más importantes del mundo.



Más o menos, la sed de oro se calmó. Había otras formas de lograr riquezas rápidas: el comercio de especias, de azúcar, de cacao, de ébano. Algunos intentaron, empero, conseguir oro de otra manera. Ya durante la Edad Media, los alquimistas habían querido elaborarlo a partir de otros metales. En el siglo XVII, Hennig Brand se empeñó en que procesando orina obtendría oro. No, sólo obtuvo fósforo, lo que no le dejó menos asombrado.



El siglo XIX es el de las gold rushes: California, Australia, Alaska, Sudáfrica, Tierra de Fuego…




Hoy en día se sigue buscando oro con la misma avidez de siempre, se extrae con métodos industriales, a cielo abierto, y con las manos y las uñas, como hace cinco mil años. Algunos yacimientos auríferos rozan los cielos (Yanacocha es una mina a cielo abierto, a 3.500 metros de altitud) y otros se hunden en la tierra (en Sudáfrica hay filones a más de tres kilómetros de profundidad). Se obtienen dos millones de kilos de oro al año. Sudáfrica, China, Estados Unidos, Australia, Perú, extraen más de la mitad.