William Randolph Hearst



Sostenía Treviranus que la realidad no tiene por qué ser interesante, pero Hearst aseveraba que el periodista podía hacerla atractiva. Así, cuando un trampero descubrió oro en el Yukón, convocó a cinco reporteros, les ordenó ponderar la importancia del yacimiento y recalcar que era sumamente fácil llegar a aquellas tierras del norte y conseguir rápidamente una fortuna. Cien mil desesperados se abalanzaron al frío norte. Un año después, Hearst decidió que Estados Unidos necesitaba una guerra. ¿A qué país declarársela? Ah, sí. España. Llevaba años perpetrando barbaridades en Cuba: sus soldados desnudaban a las viajeras estadounidenses que viajaban a la isla. ¡Demonios! Y ellos han obligado a desnudarse a Penélope Cruz en todas las películas que ha hecho en Hollywood. (Esto último es una buena muestra de exageración hearstiana.)

Aquí en España tenemos una derecha hearstiana y una izquierda hearstiana. Los primeros informan, por ejemplo, de que un grupo de extremistas radicales ha intentado ocupar el Congreso con la intención de dar un golpe de Estado; la izquierda hearstiana escribe que la policía ha cargado violentamente contra unos manifestantes pacíficos que habían intentado rodear el Congreso para llamar la atención de los diputados. Los primeros nos recuerdan que los manifestantes eran muy violentos, que muchos policías fueron heridos y que un agente perdió un ojo; los segundos nos ofrecen imágenes de los antidisturbios golpeando sin piedad a los pacíficos manifestantes. 

De todos modos, un hecho nos demuestra que Hearst no era ese sensacionalista que nos pintan. En 1924, el productor cinematográfico Tom Ince murió trágicamente: una bala le había reventado la cabeza. Hearst comprendió enseguida que una noticia de este tipo, aparecida en la prensa, destrozaría a la familia. Contrató a un médico que certificó que la muerte de Ince se había debido a un ataque al corazón. El cuerpo fue rápidamente incinerado. Por una vez, fueron los rivales de Hearst los que practicaron un vergonzoso amarillismo: informaron de que Ince había muerto en el Oneida, el yate de Hearst, y sugirieron que el propio magnate le había disparado. Alegaron que Hearst había visto a Chaplin hablar con Marion Davies, la amante del millonario: Ince guardaba cierto parecido físico con Chaplin. Desde luego, nada de esto es verdad. En cualquier caso, Chaplin no aceptó nunca más las reiteradas invitaciones a las lujosas fiestas de Hearst.