Melilla



No fue fácil digerir todos los territorios conquistados a partir de 1212: Andalucía, Murcia, el sur de Extremadura. A finales del siglo XV, el arreón final: Castilla conquistó el último reino musulmán. ¿Y ahora qué?, se preguntaron los reyes. Todavía se conservaba el recuerdo de los benimerines, que pretendieron restaurar el imperio almohade y que fueron derrotados con dificultad en la batalla del Salado. Cisneros propuso ocupar algunas plazas norteafricanas para prevenir futuras invasiones. En 1497, Pedro de Estopiñán tomaba Melilla. Siguieron otras conquistas: Orán, Mazalquivir, Bona, Bizerta, Trípoli.

En el siglo XVII, los ceutíes prefirieron continuar en España después de la secesión portuguesa. Para entonces, los españoles sólo conservaban algunos enclaves desde los que se hostigaba a los piratas berberiscos. A finales del siglo XVIII, Carlos IV, dechado de rey, entregó vergonzosamente Orán, la última plaza española situada en la actual Argelia. Para entonces, los alauíes habían conquistado lo que nosotros llamamos Marruecos y ellos, demasiado optimistas (o voluntaristas), Magreb.

España sigue reteniendo en África del Norte la isla Perejil, Ceuta, el Peñón de Alhucemas, el Peñón de Vélez de la Gomera, las Chafarinas, Melilla, reliquias de ese imperio norteafricano soñado por Cisneros y que nunca fue.  

En la época democrática, y dado el escaso apoyo electoral que recibía el PSOE, se inició una política de nacionalización masiva de marroquíes. El inefable delegado Céspedes destacó en tan ardua labor. Ni por esas consiguieron los socialistas ganar las elecciones, pero sí que comenzara a cambiar la demografía de ambas ciudades: la mayoría de los recién nacidos son musulmanes. Marruecos espera tranquila que caigan como una fruta madura. 

Estopiñán, manco

Los vándalos muestran su trofeo en Rabat

Los impacientes panmarroquíes pretenden acelerar la enosis. Hace unos meses, militantes del Comité de Liberación de Ceuta y Melilla arrancaron el brazo de Pedro de Estopiñán, el conquistador de Melilla, y lo llevaron como un trofeo a Rabat. El pusilánime presidente español, Mariano Rajoy, no protestó, no dijo nada, se hizo el tonto: la diplomacia de la gelatina. O de la vaselina.